De chiquita no lograba congeniar con mi nombre.
Me molestaba sobremanera que significara lo que significa:
Soledad
- Qué aburrido! – me decía
- Soledad está sola – se reían
Más de una vez quería cambiar a Florencia, a Luciana, a alguno insignificante.
Mi viejo, con la tele enfrente y los ravioles en el plato, me jodía con Soledad Dolores Solari. Ese personaje patético de Gasalla.
Entonces me enojaba, mi papá me daba un abrazo y me iba al cuarto en pleno puchero.
Y yo prometía no terminar con el pelo llovido, con una cartera en la mano, y menos que menos con esos guantes blancos, que daban la sensación de ser recortados de un mantel de mi abuela.
De más grande comencé a tomarle cariño.
Empecé a escuchar otras canciones
Un Sabina.
Un Drexler.
Un Sanz.
Un Calamaro
Y leía mi nombre.
Era compañera. Esa Soledad, hacía compañía.
Y me gustó.
Y me amigué. De a poco me acerqué a su raíz.
Más que nada disfruté de escucharme en una canción. De verme en un poema.
Aunque no fuera para mí. Aunque fuera para esa Soledad que primero había rechazado.
Y hace unos días. En un teatro como boca de dinosaurio, volví a escucharme en los labios dulces de un hombre. Y volví a tomarle el gustito. A sentir que estar en soledad no siempre es estar solo.
Y que mi propia compañía hoy, me ayuda a redescubrirme.