Cuando estaba en primaria, y hacía cosas de niña, solía escuchar la radio con mi vieja.
Los fines de semana había programas para chicos en Continental. Yo participaba llamando como señora desesperada a Susana Gimenez.
Había acertijos, preguntas, concursos de llamados y demás desafíos para nenes de mi edad. El problema es que yo llamaba como una condenada, todos los sábados a la mañana. Me costaba un montón comunicarme antes que alguien se hubiera ganado el premio. Siempre me tocaba el consuelo. El que conseguía yo, generalmente era un diccionario Larousse escolar. Una reverenda porquería. Es más, hace un tiempo regalé un montón de esos.
Pero una mañana iluminada, mi llamado llegó antes que otros. Ya ni me acuerdo qué contesté. Tampoco me acuerdo si mi vieja contestaba por mí la pregunta… solo me acuerdo que gané.
Era un día glorioso. Me había ganado una visita guiada al zoológico con mis hermanos y mi mamá, pero un lunes, los días en que el zoológico estaba cerrado. Los animales eran todos para mí. Les podía dar de comer hasta cansarme. Y acariciarlos con la guía de un cuidador. A esa altura de mi vida, era uno de los mejores regalos que me podrían haber tocado.
Sin embargo… el día pautado para la visita se superpuso con mi audición para el coro del colegio. Yo tenía 9 años, estaba en 4º grado, y no había nada en el mundo que deseara más que cantar en el coro, que me seleccionaran.
Si me preguntan por qué tanto ensañamiento con la música, la verdad que no tengo una respuesta. Nadie era músico en mi familia. Pero todos cantábamos en la ducha. Y mi viejo era un buen improvisador de canciones con groserías.
Tantas ganas tenía de sobresalir en la audición (estaba segura de quedar), que dejé de lado el único premio que había ganado en las largas mañanas de llamados.
Efectivamente quedé en el coro. Eso me bastaba para sonreír de oreja a oreja.
Pero lamentablemente llegaron mis hermanos, mi primo y mi mamá, quienes no habían dejado de ir al zoológico por mí baja, desencajados de la emoción por la visita exclusiva que habían vivido.
Obviamente me bajaron la sonrisa de un hondazo.
Calladita la boca, me senté a cenar un rico puchero con ceño fruncido.
Seguí llamando a los programas de radio. Y junté una hermosa colección de diccionarios.
Los fines de semana había programas para chicos en Continental. Yo participaba llamando como señora desesperada a Susana Gimenez.
Había acertijos, preguntas, concursos de llamados y demás desafíos para nenes de mi edad. El problema es que yo llamaba como una condenada, todos los sábados a la mañana. Me costaba un montón comunicarme antes que alguien se hubiera ganado el premio. Siempre me tocaba el consuelo. El que conseguía yo, generalmente era un diccionario Larousse escolar. Una reverenda porquería. Es más, hace un tiempo regalé un montón de esos.
Pero una mañana iluminada, mi llamado llegó antes que otros. Ya ni me acuerdo qué contesté. Tampoco me acuerdo si mi vieja contestaba por mí la pregunta… solo me acuerdo que gané.
Era un día glorioso. Me había ganado una visita guiada al zoológico con mis hermanos y mi mamá, pero un lunes, los días en que el zoológico estaba cerrado. Los animales eran todos para mí. Les podía dar de comer hasta cansarme. Y acariciarlos con la guía de un cuidador. A esa altura de mi vida, era uno de los mejores regalos que me podrían haber tocado.
Sin embargo… el día pautado para la visita se superpuso con mi audición para el coro del colegio. Yo tenía 9 años, estaba en 4º grado, y no había nada en el mundo que deseara más que cantar en el coro, que me seleccionaran.
Si me preguntan por qué tanto ensañamiento con la música, la verdad que no tengo una respuesta. Nadie era músico en mi familia. Pero todos cantábamos en la ducha. Y mi viejo era un buen improvisador de canciones con groserías.
Tantas ganas tenía de sobresalir en la audición (estaba segura de quedar), que dejé de lado el único premio que había ganado en las largas mañanas de llamados.
Efectivamente quedé en el coro. Eso me bastaba para sonreír de oreja a oreja.
Pero lamentablemente llegaron mis hermanos, mi primo y mi mamá, quienes no habían dejado de ir al zoológico por mí baja, desencajados de la emoción por la visita exclusiva que habían vivido.
Obviamente me bajaron la sonrisa de un hondazo.
Calladita la boca, me senté a cenar un rico puchero con ceño fruncido.
Seguí llamando a los programas de radio. Y junté una hermosa colección de diccionarios.
1 comentario:
Que bonita historia.
Nunca la había escuchado.
Quizás hoy elegirías el zoo. Aunque yo, personalmente, estoy en contra del zoo de Palermo, que es mas una cárcel que un lugar donde viven animalitos.
Yo tampoco nunca gané nada.
Digamos que, a) no dejaste de ganar el premio de la radio por no usarlo, y b) ganaste también un sí en la audición de coro
Saludos!
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